Club de cine Espigador@s: Más allá de los dos minutos infinitos

Retomamos nuestras sesiones del Club de cine, tras el largo paréntesis vacacional y festivo. Y lo hacemos con una nueva propuesta de Dani, que repite ante la falta de voluntari@s.

Este es el texto que ha preparado:

¿Y si pudieras ver dos minutos en el futuro? Y no solo eso, ¿y si pudieras usar esa visión para adelantarte aún más, usando un simple monitor y una pantalla de ordenador?

Esta es la premisa de Más allá de los dos minutos infinitos (2020, Junta Yamaguchi), una pequeña joya del cine japonés de ciencia ficción con alma de teatro indie. Esta película nos sumerge en la vida de un dueño de cafetería que descubre que su ordenador muestra lo que sucederá dos minutos más adelante… y ahí empieza el enredo. A pesar de su bajo presupuesto, la película logra conformar una historia compleja y sorprendente.

La ciencia ficción a menudo ha sido injustamente reducida al espectáculo visual, a naves espaciales, explosiones o futuros distópicos llenos de efectos especiales. Pero el género es mucho más que eso: es una herramienta poderosa para explorar ideas, cuestionar nuestra percepción del tiempo, de la realidad, y de nosotros mismos. Y dentro de sus muchas ramas, una de las más conocidas es la de los viajes en el tiempo.

En las últimas décadas hemos visto cómo el viaje en el tiempo ha sido tratado desde distintos ángulos: desde la aventura con Regreso al futuro (1985), pasando por enfoques más psicológicos como Doce monos (1995) o El efecto mariposa (2004), hasta propuestas más recientes como Tenet (2020), que apuestan por la espectacularidad visual.

El género atraviesa una paradoja curiosa: nunca ha sido tan popular, y sin embargo, pocas veces ha estado tan desvirtuada. En la actualidad, con la avalancha de adaptaciones de cómics y universos cinematográficos compartidos, el género ha pasado a formar parte del gran engranaje de lo comercial. Explosiones, viajes interdimensionales, amenazas planetarias… pero cada vez menos espacio para la imaginación, para la reflexión y para las ideas audaces que caracterizaban al género en sus orígenes.

La buena ficción no necesita capas, ni CGI, ni salvar el mundo. Necesita una pregunta poderosa y la valentía de explorar con coherencia. Ahí es donde la película propuesta marca la diferencia. Huye deliberadamente de los tópicos del género y propone algo mucho más íntimo, casi cotidiano: ¿qué pasaría si un tipo corriente, dueño de una cafetería, descubriera que su monitor puede mostrarle el futuro… pero solo dos minutos por delante?

La película es la ópera prima de Junta Yamaguchi, director japonés que se había especializado en la realización y montaje de vídeos corporativos y comerciales. Yamaguchi forma parte del grupo Europe Kikaku, una compañía de teatro y cine con sede en Kioto, conocida por sus obras de comedia y ciencia ficción con recursos mínimos pero mucho ingenio. Esta raíz teatral explica no sólo la contención espacial del filme, sino también su ritmo, su sentido del humor coral y la importancia de lo coreográfico. El rodaje se llevó a cabo en solo una semana, con un guión ajustado al milímetro y un equipo de actores y técnicos que ya habían trabajado juntos en teatro, lo que se nota en la fluidez y la compenetración de todo el reparto.

Yamaguchi apuesta por un cine colectivo, donde el equipo comparte una visión y trabaja como un engranaje. Esto se refleja en la película: cada entrada, cada giro de cámara, cada cruce de líneas temporales está perfectamente coordinado, no por efectos digitales, sino por el trabajo conjunto de todo el equipo.

Con esta primera película, Yamaguchi no solo se posiciona como una voz original en la ciencia ficción contemporánea, sino también como un ejemplo de cómo la colaboración artística y el ingenio pueden superar cualquier limitación presupuestaria.

La película se proyecta en un espacio casi único —una cafetería, unas escaleras y un piso superior—, la película adopta una estética que remite una y otra vez al teatro. Los personajes entran y salen de escena como si estuvieran en un escenario, y en varios momentos claves, cuando “van a la ciudad”, la cámara simplemente no los sigue. El fuera de campo, más que una carencia, se convierte en un recurso expresivo: lo que no vemos también forma parte activa de la narración.

Esta contención espacial no solo ahorra costes; refuerza la unidad de tiempo y lugar, generando una tensión constante y permitiendo que el espectador siga con claridad el entramado temporal. Al igual que en una obra teatral, lo importante no es lo que hay más allá del decorado, sino lo que ocurre dentro del pequeño mundo que se ha creado. El espacio cerrado permite además una puesta en escena extremadamente coreografiada: entradas y salidas sincronizadas, diálogos que se superponen en el tiempo, personajes que interactúan consigo mismos en bucles cuidadosamente construidos.

En este sentido, la película demuestra que la narrativa puede expandirse sin necesidad de mover la cámara, y que el cine, incluso cuando es estático, puede ser dinámico si está bien pensado.

Aunque Más allá de los dos minutos infinitos es, en apariencia, una comedia ligera, su trasfondo emocional es más complejo de lo que parece. Bajo la superficie de bucles y juegos temporales, late una historia de deseos íntimos, sentimientos contenidos y relaciones no resueltas. La película no solo plantea “qué pasará dentro de dos minutos”, sino también “qué pasaría si me atreviera a decir lo que siento”, “si pudiera dar un paso más”, o “si supiera qué piensa realmente el otro”.

En el cine japonés, el tiempo suele verse no como algo que deba manipularse, sino como una corriente que se observa con respeto. Frente a muchas películas occidentales sobre viajes temporales, donde el protagonista busca cambiar su destino, aquí los personajes parecen más bien jugar con las posibilidades sin perder de vista que el tiempo sigue adelante, inexorable. En lugar de grandes tragedias o paradojas, lo que se pone en juego es algo más cotidiano y humano: el miedo a actuar, el deseo de conectar, el dolor de lo no dicho.

Por eso el título es tan sugerente: Más allá de los dos minutos infinitos no solo alude al truco visual o narrativo, sino también a ese anhelo de ir más allá del presente inmediato, de romper la barrera entre lo que se siente y lo que se expresa. El amor, la amistad o la inseguridad de los personajes aparecen siempre en segundo plano, pero dan profundidad a sus decisiones y reacciones.

Además, como es habitual en muchas narrativas japonesas, hay una contención emocional muy marcada. La tristeza, la frustración o el cariño no se expresan con grandes gestos, sino con silencios, miradas o gestos mínimos. Esto puede resultar distante para el espectador español, más acostumbrado a la expresividad abierta, pero forma parte de una sensibilidad distinta, donde lo sutil es lo más profundo, lo esencial es invisible a los ojos.

Esperamos que podáis acudir y disfrutemos juntos. 

Más allá de los dos minutos infinitos (Junta Yamaguchi. 2020) 70’

Auditorio de la Biblioteca Pública de Valladolid, jueves 15 de mayo de 2025, 19:00h